Hay ocasiones en las que uno no sabe exactamente cuál es su lugar concreto en el gran cuadro que compone la vida, pintado con paciencia por la Historia a lo largo de los siglos.
En ciertos momentos, el entorno social de algunas personas pierde su suave trazado, enmarañando los pensamientos del individuo hasta convertir la dulce senda de la felicidad en un tortuoso laberinto en el cual la búsqueda de la salida puede llevar días, meses o incluso años.
Algunas almas, experimentadas en la aventura de buscar los caminos correctos, suelen ser hábiles a la hora de cruzar el umbral del laberinto, y siguen caminando hacia la luz de una vida plena.
En cambio, hay otras, tal vez menos experimentadas, o simplemente atemorizadas ante la posibilidad de no encontrar nunca una salida, que emprenden una desesperada carrera sin sentido buscando el punto de escape con ansiedad. Sin razonamiento ni reflexión, tan azorada carrera desemboca una y otra vez en situaciones de frustración.
Dichos laberintos emocionales, en ciertos casos, suponen trampas mortales para la esperanza, sumiendo el alma en profundos periodos de oscuridad y tiniebla, salpicados de esporádicos destellos de alegría, al encontrar una aparente salida que resulta ser falsa.
A pesar de todo esto, con cierta frecuencia, la salida se muestra sola ante el atormentado viajero; sin embargo, en muchas ocasiones, éste se encuentra ofuscado, lo que provoca que no pueda ver la salida que tiene justo delante.
También es cierto que existen “ángeles guardianes”, con la amistad como equipaje, que ayudan asiduamente a las almas perdidas a encontrar su camino. Para la gran mayoría suponen una ayuda valiosísima, compañeros incansables de ruta, que suponen un firme bastón de apoyo en tan largo viaje. Anclas emocionales para que las almas perdidas no zozobren en el mar de los tiempos.